Nadando entre tiburones
Víctor Beltri
La consulta, en otras circunstancias, habría sido un éxito. La estrategia estaba planteada —de manera cuidadosa— desde el inicio del sexenio, pero la pandemia y el hartazgo de la ciudadanía arruinaron el proyecto: haber continuado con el plan inicial es el peor error que ha cometido este gobierno.
La polarización fue diseñada, desde un principio, para lograr una participación abrumadora en la consulta de revocación de mandato: las mañaneras asegurarían la popularidad entre su rebaño, y la campaña de odio garantizaría que sus adversarios mordieran el anzuelo que legitimaría su reelección, tal y como ocurrió en Ecuador y Venezuela. El Presidente hubiera soñado con tener un adversario para compararse, y endilgarle los fantasmas del pasado: lo que obtuvo, en cambio, fue el hastío de una sociedad cansada de tantas mentiras.
El resultado del ejercicio no es un triunfo de la oposición partidista, sino el fracaso de una presidencia sin mayor rumbo que el capricho de una sola persona. La consulta ofrecerá una radiografía detallada de la situación política nacional y —sin duda— generará sorpresas cuando quienes participaron se volteen a ver entre ellos, y se den cuenta de que no son tantos como pensaban; cuando, quienes no participaron, reciban las agresiones de un Presidente en quien confiaron, y al que hace tres años apoyaron incondicionalmente. Cuando la ciudadanía, por fin, pierda el miedo al rey que está desnudo.
El Presidente no es invencible, y ahora todos lo sabemos. Empezando por él mismo: quien ha evocado —con emoción— el legendario ‘no-estás-solo’, que lo acompañó en sus momentos más complicados, hoy sufre en soledad el desdén de la mayoría al tener que implorar por su refrendo. El Presidente es popular porque su imagen es omnipresente; el Presidente es aprobado porque infunde rencor mientras reparte dinero. El Presidente —sin embargo— no es un líder al frente de un país, sino tan sólo de su propio proyecto. Un proyecto cuyos resultados no han sido suficientes para convencer a más gente de la que creyó en él hace tres años. Los abrazos no detuvieron los balazos, la pandemia no se controló con ‘detentes’. La gasolina no bajó de precio, el Ejército no regresó a los cuarteles. El aeropuerto se inauguró, pero es un elefante blanco; el Tren Maya dejará una huella ambiental imborrable.
Las urnas fueron claras, y el mensaje contundente: las prioridades —y el posible legado— del Presidente sólo le importan a unos cuantos. El gobierno ha violado la ley, y ha arrinconado a los grupos más desprotegidos; el Presidente se ha burlado de la ciudadanía, y se ensaña con quienes osan criticarle. El Presidente organizó su propia fiesta, pero la gente no acudió ni siquiera para decirle que ya no lo quiere: sin acarreos, pases de lista ni amenazas, ¿cuántos votos habrá perdido en realidad el Presidente, en los últimos tres años?
Y, sobre todo, ¿cuántos podría recuperar cualquiera de sus corcholatas? ¿Cómo lo harían? El proyecto del Presidente ha perdido vigencia, y será muy difícil que cualquiera de quienes aspiran a sucederlo, dentro de su movimiento, pudieran recuperar la confianza sin criticar los errores del caudillo o de la administración anterior, con la que parece existir un pacto de impunidad. El discurso en contra de Calderón está agotado, pelearse con EU implicaría estar del lado de Rusia. En términos realistas, ¿qué argumento podría tener cualquier candidato presidencial de Morena para recuperar la confianza —y el entusiasmo— de la ciudadanía?
Ninguno, en absoluto. La Cuarta Transformación es un cartucho quemado que tuvo el mérito del triunfo logrado en el 2018, pero cuyo legado no tendrá mayor trascendencia que el daño irreparable que ha causado tanto a las personas como a nuestras instituciones y el medio ambiente. Morena está en decadencia y, tras el resultado de ayer, el poder se les escapa de las manos. Ha llegado el momento, por fin, de que la oposición se organice.